CAUSAS DE
REFORMA
Por
el hecho de preguntar por las causas de la reforma damos por supuesto que
acontecimiento de tan enorme alcance no fue puesto en escena por un solo
hombre, por ejemplo, Lutero, ni comenzó tampoco con las 95 tesis
sobre las indulgencias de 31 de octubre de 1517. Mucho antes del estallido de
la reforma protestante se dieron cosas y casos, se crearon hechos, se tomaron
medidas, se propagaron ideas y se despertaron sentimientos, que facilitaron una
sublevación contra la Iglesia, la favorecieron, la provocaron y hasta la
hicieron inevitable; tan inevitable que podemos hablar de una necesidad
histórica. Lo que no quiere decir que las cosas no hubieran podido ser de otro
modo. En las causas históricas se trata en gran parte de situaciones
espirituales, y éstas son de múltiples estratos, y plurivalentes, y pueden
repercutir en distintas direcciones. Así, la misma idea, la misma palabra y el
mismo hecho pueden ser anillos en distintas cadenas de causas. La devotio
moderna, por ejemplo, con su tendencia a la intimidad y al
cristocentrismo, y la crítica resultante contra las peregrinaciones y culto de
las reliquias de la última edad media pueden situarse lo mismo
en la línea de la reforma católica que de la protestante.
Afirmar
una necesidad histórica no es emitir juicio sobre verdad o error. Algo puede
tener sentido, es decir, puede insertarse en un contexto mayor, sin ser
verdadero. Tampoco la culpa histórica significa, sin más, culpa moral. Algo que
se dijo o hizo con la mejor intención y era bueno en sí mismo, pudo tener
efecto pernicioso y hacerse «culpable» de una evolución funesta. Y es así que
ideas y hechos obran independientemente de la intención de quien las expresa o
realiza.
Una
reforma que llevara a la escisión de la cristiandad occidental no la quería
nadie. Los reformadores querían una reforma de la Iglesia única, común a todos.
Al fracasar esta reforma en cabeza y miembros se vino a la escisión. Según
esto, la reforma protestante sería la respuesta revolucionaria al fallo de la
reforma católica en los siglos XIV y XV. Sus causas son, por tanto, todas las
situaciones y actitudes que necesitaban de reforma, y todo lo que se opuso a
una reforma a tiempo. Las causas no deben restringirse a los llamados abusos y
a los malos papas, pues reforma no significa nunca y, sobre todo, no
significaba a fines del siglo XV mero retorno a un estado primigenio, jamás
alcanzable, ni eliminación de abusos más o menos inveterados; reforma significa
también siempre adaptación a nuevos hechos y abertura a las necesidades de la
hora.
Indudablemente,
el malestar del tiempo por lo «calamitoso de la situación» (Zuinglio) dio a la
reforma protestante un gran empuje, pero la fuerza emocional de atracción le
vino de la circunstancia de que parecía sacar al hombre moderno de actitudes y
situaciones medievales condicionadas por el tiempo, y prometía darle lo que de
muy atrás estaba pidiendo en vano o inconscientemente anhelando. No en balde la
«libertad del hombre cristiano» fue la gran consigna, preñada de futuro, aunque
en muchos casos también malentendida, de la reforma protestante.
Los
traídos y llevados abusos no eran ciertamente mayores a fines del siglo XV que
a mediados del XIV. Pero las gentes los soportaban con menos facilidad, estaban
más alerta, tenían más viva conciencia y más espíritu crítico, y eran, en el
buen sentido, más exigentes; es decir, más sensibles a la contradicción entre
ideas y realidad, doctrina y vida, aspiración y realización.
El
hecho de que no se tuvo suficientemente en cuenta esta subida necesidad
religiosa, esta mayor edad del laico; el no haber sustituido a tiempo, por
otras positivas, actitudes típicamente medievales que sólo habían justificado
las circunstancias, tuvo efecto mucho más disolvente que todos los fallos de
personas particulares, por lamentables que fueran.
La
consecuencia fue el destierro aviñonés de los papas, que vinieron a depender en
gran parte de Francia. El papado no parecía ya tener en cuenta los intereses de
la Iglesia universal; sí, empero explotar a los países de Europa en un sistema
fiscal muy bien organizado. En Alemania, señaladamente, esta queja no se
acallará ya en adelante. En Francia, España e Inglaterra, el estado nacional
que dominaba más y más la respectiva Iglesia y se aprovechaba de sus ingresos
económicos, supo en gran parte impedir la salida de dinero.
El
cisma de occidente oscureció hasta tal punto la unidad de la iglesia expresada
en el papa, que ni siquiera los santos sabían cuál era el papa legítimo. El
conciliarismo pareció la única salida posible de la calamidad de la «trinidad
maldita» de papas. Después del concilio de Constanza no fue vencido desde
dentro ni tampoco teóricamente, sino sólo via facti y en gran
parte por medios políticos. Por medio de concordatos, es decir, de alianzas con
los estados, trataron los papas de defenderse contra las corrientes
democráticas y sustraerse así en muchos casos a la incómoda reforma. Es más,
cuando en 1437, en el concilio de Basilea, estalló una vez más el cisma,
pareció que la suerte de la Iglesia estaba enteramente puesta en manos de los poderes
seculares (Haller). El papa hubo de comprar caro el reconocimiento por parte de
los príncipes alemanes, el emperador y el rey de Francia, y otorgar al estado
amplios poderes sobre la Iglesia. El resultado fue el sistema de
iglesias nacionales, es decir, la dependencia de la Iglesia de los
poderes seculares: monarquía, príncipes o ciudades, con la posibilidad de
intervenir a fondo en la vida interna de ella. Sin este régimen eclesiástico de
iglesias regionales difícilmente se comprende la victoria de la reforma
protestante. La política concordataria de los papas tuvo aún otro efecto. En el
curso del siglo XV, los papas, en lugar de destacar eficazmente su misión
religiosa frente a la secularización, se convirtieron más y más en príncipes
entre príncipes, con quienes se podía pactar, pero a quienes se podía también
hacer la guerra, como a cualesquiera otros príncipes. Esta complicación en la
política hizo de León X el salvador de la reforma protestante, al abstenerse
durante dos años de proceder enérgicamente contra Lutero y cazar las raposas
cuando aún eran pequeñas, como se expresaba Juan Cocleo.
Característico
de la edad media es, además, el clericalismo, que estribaba en el monopolio
cultural de los clérigos y en sus privilegios de estamento. Misión de la
Iglesia fue transmitir a los hombres germánicos, jóvenes y espiritualmente
inmaduros, no sólo la revelación de Jesucristo, sino también los bienes de la
cultura antigua. Ello condujo a una superioridad de los hombres de la Iglesia
que iba más allá de su estricta misión religiosa. Tendría que llegar el día, en
que el hombre medieval se sentiría mayor de edad, y podría y querría contrastar
por sí mismo el legado de fe y cultura que se le había ofrecido. Esto exigía de
la iglesia renunciar a su debido tiempo a aquellos campos de acción que sólo
subsidiariamente había ocupado y a los derechos que no se ligaran directamente
con su oficio de institución divina, a par que ponía más claramente de relieve
su misión religiosa.
Como
nos ha hecho ver el estudio de la baja edad media, no se llegó a semejante
relevo pacífico. Los movimientos en que entraba en juego la aspiración de los
laicos a la independencia, llevaban signo revolucionario. La Iglesia afirmó
posiciones caducadas, y el mundo — individuos, estado y sociedad — hubieron de
conquistar a fuerza de brazos su independencia. Así se llevó a cabo el proceso
de la secularización contra la Iglesia bajo el santo y seña del subjetivismo,
el nacionalismo y el laicismo.
En
el encuentro con la antigüedad y como fruto de la propia investigación y
experiencia el hombre descubría realidades que no habían nacido en suelo
cristiano, eran evidentes por sí mismas y no necesitaban ser confirmadas por
autoridades. Sin duda los representantes de la nueva ciencia querían ser
también cristianos. Sin embargo, cuanto más parecía la Iglesia identificarse
con lo antiguo y tradicional, tanto mayor efecto de crítica contra ella tenía
que producir lo nuevo, presentado con el natural alborozo de un descubrimiento.
Así, en los círculos humanistas, se propagaba una atmósfera antiescolástica,
anticlerical, antirromana y, en su efectivo final, si no antieclesiástica, sí
por lo menos ajena a la Iglesia. Si no se tomaba una postura agresiva contra la
Iglesia, los espíritus se distanciaban principalmente de sus dogmas, vida
sacramental y oración.
Como
causa inmediata de la reforma protestante
hay que mentar los abusos en clero y pueblo, una enorme oscuridad dogmática y
exteriorización de la vida religiosa. Cuando se habla de desórdenes en la
Iglesia en vísperas de la reforma, se piensa en primer término en los «malos
papas», entre ellos, sobre todo, en Alejandro VI. Pero tal vez fue más
peligrosa aún la descomposición bajo León X. No pueden echársele en cara las crasas
ignominias con que Alejandro VI mancilló la cátedra de Pedro; sí, empero, una
espantosa negligencia, ligereza irresponsable y un derrochador afán de placer.
Se echan en él de menos el sentimiento de sus deberes, de la responsabilidad de
pastor supremo de la cristiandad y de la conducta que con su alto cargo decía.
La disolución de lo cristiano no se da sólo en una vida descaradamente viciosa,
sino también —y más peligrosamente aún— suavemente, en una consunción interna,
en una lenta pérdida de sustancia, en una insensible mundanización y difusa
irresponsabilidad. León X, vástago de los Medici, tomó posesión de su cargo y
ciudad en un gran desfile, que imitaba una procesión del Santísimo, y fue una
gran ostentación del papa y de su corte. En un gran cartel se leía: «Antaño
imperó Venus (bajo Alejandro VI), luego Marte (Julio II); ahora
empuña el cetro Palas Atenea.» Los humanistas y artistas celebraban así a su
protector y mecenas, pero anunciaban también la frívola mundanidad y ligera
negligencia que caracterizan el pontificado de León X, el pontificado en que
Lutero da el compás de entrada de la reforma protestante.
«El
vicio ha venido a ser tan natural, que los con él manchados no sienten ya el
hedor del pecado.» Estas palabras no proceden de un enemigo de la Iglesia, sino
del mismísimo sucesor de León X, el papa Adriano VI, que hubo de decirlas en su
primer discurso consistorial.
No
mejor que las del papa, andaban las cosas del clero, alto y bajo. Tampoco aquí
debiéramos fijarnos exclusivamente en las deficiencias de orden estrictamente
moral, por ejemplo, el concubinato de los sacerdotes. En muchas regiones estaba
tan difundido, que los feligreses apenas si se escandalizaban, en este punto,
de la vida de sus pastores. ¡Siquiera hubieran sido pastores! Indudablemente,
también en el otoño de la edad media se halla santidad en la Iglesia, mucha
sinceridad y fidelidad en el cumplimiento del deber; pero los extravíos son
también grandes.
Sin
exageración puede decirse que la Iglesia aparece de todo en todo como propiedad
del clero; una propiedad que había de acarrear provechos y goce económico. En
la institución de puestos no decidían en muchos casos las necesidades del culto
y de la cura de almas, sino el deseo de hacer una obra buena y lograr parte,
para sí y su familia, en los tesoros de la gracia. Así se fundaba, por ejemplo,
un altar con la prebenda del que lo servía. Así existían rentas que buscaban un
beneficiario. Dado el gran número de fundaciones, no cabía ser muy caprichoso
en la elección de los candidatos. Obispos y párrocos no se consideraban a sí
mismos primeramente como titulares de un oficio, para cuyo ejercicio se los
proveía del necesario sustento, sino que se sentían como propietarios de una
prebenda en el sentido del derecho feudal germánico. Esta prebenda era un
beneficio, al que iban ligadas algunas obligaciones o servicios; pero éstos
podían traspasarse a un representante mal pagado, a un vicario, a un
mercenario, a quien no pertenecían las ovejas, como se decía desfigurando la
palabra del Señor (Jn 10, 12).
Así,
para daño de la cura de almas, varios obispados u otros cargos con cura de
almas podían estar unidos en una sola mano. Todavía por los años de 1556, el
cardenal Alessandro Farnese, nieto de Paulo III, poseía 10
obispados, 26 monasterios y otros 133 beneficios, es decir, canonicatos,
parroquias y capellanías. Para los Países Bajos se calculaba en un 30-50 % el
número de «vicecuratos» que desempeñaban servicio por prebendados no residentes
como canónigos, curiales, profesores de universidad o conventuales (R. R.
Post). Efecto especialmente devastador tenía en Alemania el hecho de que las
sedes episcopales y la mayor parte de las abadías sólo eran accesibles a
miembros de la nobleza. Así vinieron a ser institutos de provisión para los segundones
de las familias nobles, a los que por lo general no les pasaba por las mientes
llevar vida eclesiástica llevar vida eclesiástica ni consagrarse a la cura de
almas. Lo que les importaba era una vida sin cuidados y una existencia lo más
placentera posible. Lo peor era que si un obispo tenía decidida voluntad de
mejorar las cosas de su diócesis, no le era posible, pues no tenía su
jurisdicción en sus manos. Su jurisdicción estaba en gran parte entorpecida
desde arriba por múltiples exenciones; y desde abajo, porque la mayoría de las
parroquias eran provistas por patronos seculares, corporaciones eclesiásticas y
monasterios, y los arcedianos se habían también apoderado de otros derechos
episcopales.
Cuanto
más tenue era el espíritu religioso y el fervor apostólico en la curia papal y
en el resto del clero, tanto más ingrato efecto producía la caza del dinero, y
tanto más escandalizaba el espíritu de fiscalismo. Con un refinado sistema de
tarifas, impuestos, donaciones más o menos voluntarias y, finalmente, con
dinero incluso de indulgencias, se procuraban llenar las cajas de la curia.
Dado el costoso tren de una corte amundanada, la extensa actividad constructora
y los altos costes de la guerra, los apuros financieros eran permanentes. No es
casualidad que con este fiscalismo esté relacionado el tráfico tetzeliano de
las indulgencias, que ofreció la ocasión inmediata para el estallido de la
reforma.
Los
abusos descritos produjeron un extenso descontento contra la Iglesia, que fue
subiendo de punto hasta hacerse resentimiento y aun odio contra Roma. Durante
un siglo se clamó por la reforma en la cabeza y en los miembros, y la
desilusión se repitió una y otra vez. Ya en 1455 fueron presentados, por vez
primera, por el arzobispo de Maguncia, Dietrich von Erbach, los gravamina de
la nación alemana. Este conjunto de quejas alemanas contra el papado fue
presentado luego reiteradamente; y cuanto menos oído se les prestaba, tanto más
se atizaba el sentimiento antirromano en Alemania.
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